EL GUSTO DE SER BOLIVIANOS

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Desde las cocinas de nuestras abuelas se ha forjado con aromas y sabores un sentido de identidad irrenunciable que sobrevive al tiempo y a las tendencias globales. Prueba de esto es el mestizaje que se dio desde los fogones en el tiempo de la colonia y la república, y que hoy se manifiesta en lo que consideramos platos típicos de nuestro país, que como se señala en la recientemente presentada “Antología de la Gastronomía Boliviana” habría conservado sus raíces de tradición autóctona de manera velada, mezclándose con elementos ibéricos y europeos. 

Producto de este cruce de saberes y productos, se cuenta hoy con platos representativos como el fricasé o el ckocko de pollo, que nacen de adaptaciones con productos locales y técnicas europeas. Cada plato cuenta con una historia que narra encuentros y resignificaciones simbólicas a partir del uso de productos nativos. Tal es el caso de la salteña, que levanta airados debates al discutir su origen. La historia narra que llegaron las empanadas en la colonia a Potosí y se transformaron con el uso de la papa y el ají, ingredientes propios que le dotaron de identidad y dieron lugar a su difusión a nivel local y mundial como uno de los bocados más entrañables para los nacidos en este país.  

La cocina que entendemos como nuestro patrimonio, está viva y cambia día a día, generando una infinidad de interpretaciones sobre un mismo plato o receta. Es el caso de la sopa de maní que representa las cocinas populares, los mercados locales y la cercana sensación de una comida de domingo en casa, y lejos de mostrar uniformidad es un ejemplo de la riqueza y variedad de productos a nivel regional. Casi podría decirse que la sopa de maní es distinta de casa a casa, siguiendo el libro de recetas que cada familia hereda en hojas manchadas y ajadas, con apuntes únicos que otorgan el secreto a cada sazón.

La magia de nuestra cocina no solamente radica en el uso de ciertos ingredientes o productos. Muchas veces esa magia radica en las técnicas. Es así que el sabor de una llajua molida en batán, jamás podrá compararse con el de una llajua procesada, licuada o incluso pasteurizada como se propuso hace un tiempo en una importante cadena de comida rápida en La Paz. El batán marca un ritmo particular a medida de que los ingredientes van perdiendo sus formas, hasta convertirse en un manjar “capaz de sustituir los condimentos con su gusto fresco” como señala Ramón Rocha Monroy en su Oda en Prosa a la Llajua “pues basta combinar un chorrito con la carne hervida más insípida, con una humilde papa o un puñado de arroz para sentir un golpe de bienestar”.  No por nada, la llajua está presente en las mesas de las casas, las pensiones y hasta en las mesas de finos restaurantes, y se convierte en un infaltable entremés sobre un crocante trozo de marraqueta. Cada plato, cada sazón, cada producto y cada sabor que nos recuerda a casa componen el universo de nuestra gastronomía y recrean nuestro patrimonio alimentario, que día a día construye desde nuestras cocinas, mercados, pensiones y restaurantes el gusto de ser bolivianos. 

Texto: MIGA Bolivia

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