En La Sobremesa de Azafrán de esta semana, Luis Carlos Sanabria, escritor, cuenta una íntima experiencia de caricaturas y gastronomía.
Mi sobrino Caleb tiene poco más de tres años. Es el hijo mayor de mi hermano menor y probablemente uno de los seres vivos que más amo en este mundo. Caleb tiene poco más de tres años y ama la pizza. Estoy seguro de que ese sentimiento desmedido de pasión por un pedazo de masa horneada con queso y salsa está en su sangre. Debe haber algo en sus genes que lo llevan a eso, más allá de la naturaleza adictiva del queso. Su padre y yo también la amamos.
Amamos todo lo que lleva queso. Caleb no lo sabe, pero le contaré algún día que, a la edad que él tiene ahora, su papá solía mordisquear esponjas imaginando que era el lácteo de nuestros amores. Caleb no sabe, aunque se lo diré algún día, que su papá y yo nos enamoramos de la pizza a una edad similar a la suya.
La fascinación nuestra, es decir, la de mi hermano y mía, comenzó de otra manera. A principios de los 90, siendo Bolivia un país olvidado de Dios y que aparecía de último en todos los rankings económicos y sociales que se pudieran imaginar, poder comerse una pizza solo por el antojo era un lujo que solo algunos privilegiados podían darse.
Nosotros conocimos la pizza gracias a otra pasión remota que aún conservamos: Las tortugas Ninja. Es sabido que la dieta básica de estos reptiles mutantes, cuyo dominio de las artes marciales es irrefutable, es este maravilloso horneado de masa, salsa, queso y añadidos a gusto.
Micky y yo crecimos idolatrando a estas tortugas con nombres de pintores renacentistas. Teníamos poleras que papá y mamá pintaban para nosotros (porque no podíamos comprar dos juegos de todo), así como cortinas y cubrecamas que mamá costuraba en telas estampadas con nuestros héroes, y juguetes que tía Deysi nos mandaba desde la colonia cochabambina de Virginia.
Nosotros, como buenos fanáticos, jugábamos a las tortugas. Él era Miguel Ángel, identificación sencilla de realizar por el nombre compartido, y yo Rafael, porque lo distinguía el color rojo, mi favorito desde que tengo uso de razón. De Rafael aprendí esto que me caracterizó toda la vida: a antagonizar con el líder (maldito Leonardo) a pesar de estar en el mismo equipo. Es importante señalar también que estuve enamorado de April O’Neal más de dos décadas antes de que el personaje fuera interpretado por Megan Fox.
Siempre moríamos de antojo al ver los hiperbólicos hilos de queso derretido que se estiraban el momento en que las manos de tres dedos gruesos de estos reptiles mutantes tomaban una porción para llevarla a la boca. Mamá, que conocía y alimentaba este fanatismo, decidió alegrarnos una noche ensayando la preparación de aquella comida que nos tenía obsesionados.
Como dije antes y perdón por la redundancia, eran principios de los 90, una época en el que el único consuelo que teníamos como país era que en Haití la pasaban peor. La pizza era algo reservado para privilegiados de una clase media que había salido más o menos bien parada de las dictaduras o que había jugado bien sus cartas tras la Revolución Nacional del 52. O por lo menos eso pienso ahora con mi prejuicio. Porque recuerdo que, para mi familia, la de un oficial de ejército que, aquel entonces tenía más o menos la misma edad que yo al momento de escribir esto, y que ya tenía dos hijos, pensar en comer una tajada de pizza en Elis del prado era en un lujo que solo nos pudimos dar años más adelante, cuando papá se despedía de nosotros antes de realizar un viaje académico que nos alejaría un año.
La situación económica del país era compleja y la situación económica de mi familia era compleja. El sueldo de un flamante teniente con dos hijos se escurría con facilidad atendiendo necesidades primarias. Por lo mismo, si a mi hermano le regalaban una polera de las Tortugas Ninja que a mí también me gustaba, en lugar de comprar otra me la pintaban a base de calcas y acrilex.
Por ello, y supongo que también por la lejanía cultural, el día que mamá decidió agasajarnos con pizza fue todo un acontecimiento. Un purista llamaría con dificultad “pizza” a lo que comimos esa noche, en la segunda casa que habitamos como familia en la ciudad de La Paz, en la calle Boquerón de San Pedro.
Mamá compró una de esas extrañas masas de prepizza que proliferaron en los mercados en los 90. Ligeramente anaranjadas y lejos de verse como algo confiable. Ketchup en lugar de salsa de tomate. Mortadela en lugar de jamón. Queso chaqueño en lugar de muzarela. Quizás el único ingrediente original fueron las aceitunas negras que inundaron la cobertura de la pizza. Recuerdo que fue un acontecimiento en casa ver a mamá preparar por intuición el banquete, y la espera para que salga del horno, los 15 minutos más largos de mi vida. Recuerdo sentarme frente al horno para ver la cocción por la ventanilla, como si Rafael, Leonardo, Miguel Ángel y Donatelo estuvieran combatiendo al crimen con sus artes marciales en el interior del horno.
Al estar lista, ligeramente requemada por la falta de conocimiento en el tiempo de cocción, procedimos a agasajarnos con el manjar. Aún recuerdo el sabor fuerte de las aceitunas negras (mis favoritas) sobre un queso que no se derritió como en las caricaturas, pero no dejaba de ser sabroso. Aún recuerdo el sabor de cada bocado, marcado por el kétchup y los tomates horneados, por el sabor de las carnes frías calientes, del queso chaqueño y de la aceituna cocinada y esa masa extrañamente blanda en algunas partes y extremadamente crocante en otras.
Definitivamente no era una pizza. No era el sabor que luego, con mejores días en la economía, conocería en las actividades familiares de viernes por la noche, cuando descubrimos el delivery a principios de los 2000. Y, sin embargo, para mí siempre será la mejor pizza del mundo.
Creo que nunca agradecí a mamá por esto que cuento. Pero creo que nunca antes como ahora entendí la máxima cochabambina de que la comida es amor. Y nunca antes como ahora estuve más convencido de que mi mamá, como esa pizza improvisada, es la mejor del mundo.